domingo, 17 de febrero de 2013

Horticultura


“Y amanece de nuevo en la viña del señor, ese curioso huerto donde las uvas se intentan machucar entre sí, las manzanas que se encuentran en lo más alto envidian a las manzanitas pequeñas, arrugadas y al alcance de toda mano y bolsillo, y por supuesto no falta la media naranja con complejo de limón”.
Planeta tierra, buenos días.

Rose estaba acostumbrada a tener este tipo de pensamientos ni bien abría los ojos. Quizá fuese la ensalada de frutas que comía en el desayuno.
Quizás fuesen los rezos de su madre, cada vez más piadosos o la reticencia que mostraba hacia su progenie, cada vez más notoria.
Estos diablos de la sociedad con su música satánica que ora se vestían de negro cuero, ora se vestían como monos epilépticos con complejo de perros, ora se tapaban un ojo y terminaba siendo imposible para el ojo no entrenado saber quien era hembra y cual varón y así, frutos tan variados de la sociedad que era imposible distinguir la fruta buena de la no comestible e incluso de la venenosa.

Quizás su madre tenía un punto en alguna parte de su fructífera retórica.

Especialmente la parte de las frutas venenosas o intocables. Rose tenía tantas espinas que en vez de decorativa planta de jardín, la chica se veía a si misma como un tuna salida del más maldito de los cactus. Y claro, era tan naturalmente ácida que los oídos acostumbrados a falsas formalidades y naturalidades, terminaban vomitándola sin contención alguna. 
Y era de esperarse, ya que solo manos entrenadas podían manejarla sin despertarle un instinto casi homicida cada que salía a semejante vergel en busca de socialización.
“Todos somos frutas sociales después de todo”.
Desde tu más tierna infancia, Rose nunca fue muy sociable. Mordió incontables dentistas,  inevitables por su gusto a lo dulce, soltó improperios a profesores de lo más cuadrados y más de una vez dejó una huella imborrable en alguno de sus compañeritos de colegio, con un apodo de lo más adecuado y ese inconfundible tinte de humillación, que resultaba en el mote colgado de por vida, incluso luego de los 12 años de convivencia colegial.
Este tipo de comportamiento la llevó a convivir con la variopinta fauna psicosocial que intentaba “arreglarle” la vida y la boca, sin claro esfuerzo de su parte y un nulo éxito de la otra. Fue a una escuela de modales, de la cual fue expulsada por llamar “frígida” a la doña que le enseñaba del infame manual de Carreño, terminó conociendo a media escuela de psicología en el camino a encontrar el por que esta jovencita, tan llena de vida, resultaba claramente asqueada por el mundo que le rodeaba. Al menos entre los psicólogos encontró uno que otro que se limitó a no joderla con sus indagaciones sobre Freud y Seymour, en medio del ambiente “holístico” que le proporcionaba la marihuana.  Después de todo, a nadie le gusta que le digan que por falta de pene cerebral o físico, es la razón por la que vives tan encabronada.  Si alguien le partía los ovarios, eran esos ilustres doncitos.
Y  hay que mencionar a los curitas y padrecitos que conoció gracias a la diáfana fe de su madre. Con esa especie de primates, conoció confesiones, penitencias y hasta un exorcismo. Resultaba que tener un amigo imaginario comunitario se conocía como religión, mientras un amigo imaginario para uno solo, era una forma de alienación. En muchos sentidos era similar a la filosofía hippie, con eso del amor incondicional. Aunque ella andaba asqueada del amor incondicional que un par de padrecitos tenían hacia sus monaguillos. Servidores del señor desde el alfa y el omega. Uno que otro hacia un buen negocio con las limosnas de la iglesia, Dios mediante, por si existe alguna duda.
Habiendo visto y pasado todo este laberinto hipercrítico, Rose se sentía la prostituta de babilonia y le encantaba.

No vestía de negro, ni se adhirió al pensamiento nihilista que se hubiese esperado de ella. Vale, tenía un par de ropas negras cuando quería pasar desapercibida.  Simplemente vestía como ella considerase más utilitario. Cualquier adorno que no fuese un reloj, resultaba inútil, cualquier prenda que no fuese abrigadora o fresca, dependiendo del clima, resultaba innecesaria e incluso molesta.
Para cargar sus cosas, un bolsón en el que llevó tantos años útiles escolares, era más que suficiente. Un cuaderno y una lapicera, un celular de esos apodados “ladrillo” eficaz como arma y comunicador, y un pequeño aparatejo de música, que era de los pocos lujos que se daba la fémina como una forma de aislarse de una sociedad que la hartaba cada vez con más frecuencia.

Armada de esta forma caminaba sin mucho rumbo por las calles de la ciudad, a modo de pasar el tiempo.  Veía en la calle, un laberinto de posibilidades y comportamientos,  ya que en la calle, todos llevaban máscaras y sin embargo, pocos podían realmente resguardar sus secretos del ojo avispado.
El eterno pasante, un chico que le superaba en un par de años, que parecía cambiar de lugar de “trabajo”, como de zapatillas, con el rostro inconforme y avanzadamente deforme para su edad. El ama de casa eternamente preocupada de sus crías, el zombie que trabajaba en alguna oficina gubernamental, el hippie venido a menos, que hacía malabares junto a su contraparte, el hippie venido a más, con tantos trastos y manillitas colgados, que sin duda le obligarían a echar raíces si quería deshacerse de semejante carga. El viejo o viejita abandonado a su suerte por la familia, pidiendo limosna mientras pelea una batalla perdida contra la demencia senil.  Y tantos otros que eran casi tan tradicionales en la prensa escrita que darles mayor espacio sería sin duda, elevarles de categoría.
Cada quien con una vida considerada comprada, que podía ser arrebatada en cuestión de instantes, como la doñita dulcera que salió volando en medio de sus dulces cuando un micrero decidió dar una vuelta prohibida, muriendo casi instantáneamente, con metiches y dulces como curioso velorio.
La parte lamentable de todo esto, es cuan “felices” se veían, incluso cuando la miseria los pudría irremediablemente por dentro, felices en esa mediocridad de la que creían no podrían salir y obligados a acostumbrarse a esa felicidad, aunque fuera pequeñita.
Pero a veces, la felicidad momentánea, era la única que podías obtener.

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1 comentario:

  1. Aunque siento que le hace falta algo de edición, el tono pasional y autobiográfico, así como el humor anticlerical, me dejaron bastante satisfecho. Podría servir como esquema para la introducción a una obra de más envergadura.

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